Que el topónimo Garachico procede de las lenguas aborígenes canarias es la hipótesis más verosímil, así sostenida por los trabajos del filólogo Juan Álvarez Delgado y otros estudiosos, que lo incluyen en el grupo de voces guanches que contienen la raíz gara o guar, cuyo significado es el de roque o cerro.
En cuanto al elemento -ico se relaciona con otros innumerables topónimos isleños, pero no como derivación del español con el significado de chico, pequeño. De ahí que se deduzca que el nombre Garachico es anterior a la llegada de los europeos y como tal figura en el trabajo Los guanchismos. Diccionario de toponimia de Canarias (Universidad de Las Palmas de Gran Canaria).
Fue allá por el año de 1496, concluida la conquista de Tenerife, cuando el Adelantado Alonso Fernández de Lugo procedió al reparto de tierras y aguas. En la comarca de Daute aquellas datas beneficiaron, y generosamente, a los comerciantes genoveses Cristóbal de Ponte y Mateo Viña, en virtud de su condición de financiadores de la campaña militar, a quienes se sumaría otro italiano, Agustin Interián, prestamista de Viña y al que le reclamaría como pago de la deuda contraída con él la mitad de su hacienda, y de ahí la caleta que lleva su nombre.
Lo cierto es que los recursos se distribuyeron de manera desigual entre un pequeño grupo de grandes propietarios y el resto de colonos: andaluces, gallegos, extremeños y, sobre todo, portugueses, especialistas de los ingenios de azúcar -el primer cultivo de exportación implantado por los conquistadores-, quienes representaron más del 80% del total de aquel poblamiento inicial, una presencia que permanece viva en el léxico y en multitud de apellidos de origen luso.
Gracias a las condiciones naturales de su profunda ensenada, Garachico ofrecía una de las zonas de fondeo más ventajosas de la costa norte de Tenerife. Así, al abrigo de su rada y al calor del auge portuario, el lugar prosperaba al ritmo de las mareas mientras desarrollaba paulatinamente su trama urbana (calles, castillo, casonas, ermitas, conventos), atrayendo heterogéneos grupos humanos: familias nobles, mercaderes, labradores, religiosos, maestros de obra, aventureros, artesanos y orfebres… Por entonces ya era considerado el puerto más importante de la Isla –con el sobrenombre de Puerto Rico-, desde donde se embarcaba no sólo la caña de azúcar y el preciado vino malvasía, sino todo aquello que se cultivaba entre El Realejo y Buenavista, además de cueros, brea o delicados tejidos de seda con rumbo a destinos como Londres, Amberes, Río de la Plata, Yucatán, Angola o Cádiz, al tiempo que se importaban delicadas telas, obras de arte o productos manufacturados, así como añil, oro y plata, también especias y mano de obra esclava.
Sin embargo, aquella prosperidad quedaría truncada por el estallido del volcán Trevejo un fatídico 5 de mayo de 1706, si bien ya a lo largo del siglo XVII, antes de tan infausta fecha, se habían abierto otras traumáticas heridas como el derrame del vino, un acto de protesta contra el monopolio inglés; el atroz diluvio de San Dámaso que se cobró la vida de un centenar de personas y provocó el hundimiento de unos 40 barcos; el azote de la peste durante un lustro; una devoradora plaga de langosta que arruinó los cultivos, así como dos devastadores incendios.
Y aunque las crónicas refieren que aquella erupción no se cobró víctimas mortales, lo sustancial fue que la lengua de lava destruyó la mitad del lugar y sobre todo cegó gran parte del puerto, un golpe irreparable que marcaría el inicio del progresivo declive económico y demográfico de Garachico.
Así, de contar con 3.446 habitantes en 1689 -siendo el tercer núcleo más poblado de Tenerife–, la población se redujo a 1.039 vecinos en 1779, en gran medida por la huida que provocó la caída de la actividad portuaria, desde entonces monopolizada por sus competidores: La Orotava (Puerto de la Cruz) y Santa Cruz.
Con todo, una parte del embarcadero se habilitó para el tráfico marítimo local, manteniéndose la tradicional actividad pesquera, pero aquel febril y lucrativo renglón comercial de exportación había quedado definitivamente sepultado, dando paso a una economía agropecuaria, destinada al autoconsumo y ligada al mercado interno.
Así fue transitando la vida en la Isla Baja, entre vaivenes, épocas de bonanza y cíclicas crisis, hambrunas y empobrecimiento que obligaron a nuevos éxodos humanos a lo largo del XIX y bien entrado el siglo XX en busca del sueño americano. Sólo a finales del XIX, coincidiendo con la implantación del plátano como nuevo cultivo de exportación, Garachico volvería a recuperar cierta actividad en el ámbito de la navegación interinsular.
Recetario de cocina burguesa
Precisamente, por aquellos años vino al mundo Dolores Martin de Rolo (7 de mayo de 1880-5 de mayo de 1954). Esta burguesa, avecindada en Garachico e instruida en el exclusivo colegio santacrucero regentado por las religiosas de la Asunción (leer y escribir en unas épocas con altísimas tasas de analfabetismo significaba un privilegio y más aún en el caso de las mujeres) fue la iniciadora de un recetario de cocina doméstica, documento sustancial para conocer los usos y costumbres culinarias de las clases acomodadas, que se ha ido transmitiendo de generación en generación como un preciado tesoro y aparece recogido en el estudio Recetarios domésticos históricos de Canarias: identidad y diálogo intercultural con nombre de mujer, excepcional trabajo de investigación dirigido por Yanet Acosta Meneses y Alejandro Martín Perera.
El hecho de preservar recetas en el tiempo supone mantener vivo el legado de quien pensó la cocina no solo para alimentar, sino como disfrute, concebido como un deleite que se entrega y comparte para convertirse en patrimonio colectivo.
En 1916, el monarca Alfonso XIII concedió a Garachico el título de Villa y Puerto; cuatro años antes ya había visto la luz este singular manuscrito. En sus primeras páginas, Dolores caligrafió la esencia de platos con influencias sobre todo inglesas y francesas, también alguna italiana, además de trazos de la cocina peninsular. La primera entrada está dedicada a la sopa de huevos y le sigue otra de carne rellena, mientras al potaje de garbanzos se añaden dulces de origen británico como los cakes, en Canarias queques.
Este recetario lo continuaría su hija Olimpia Rolo Martín (14 de agosto de 1914-4 de octubre de 2003), nutriéndolo entre otras elaboraciones de rosquetes o el gatteau moka, delicioso pastel de café, y hasta unos macarons de almendra y avellana.
La tercera generación está personificada en Olimpia Páez Rolo (6 de febrero de 1952), licenciada en Filología Románica y quien dejó esta recopilación en suspenso hasta que fue su hijo Omar quien acudió al rescate de la memoria, despertando aquella joya familiar de tan prolongado paréntesis.
Tras coquetear con disciplinas como la filología, la historia, el periodismo y el turismo, este inquieto joven cayó engodado por la cocina y se lanzó a cursar estudios de Gastronomía y Cocina en el Instituto San Marcos de Icod, ampliando conocimientos en el Basque Culinary Center.
La travesía de Omar Páez
Omar inició su personal travesía gastronómica oficiando durante doce años en un negocio de Garachico regentado por italianos, a quienes considera su propia familia. La siguiente escala lo llevó a otro reconocido restaurante, también en la Villa y Puerto, donde ofició siete años como jefe de cocina hasta que la pandemia paró el tiempo.
Fue entonces cuando lejos de confinarse en sí mismo entendió que era el momento de echar a navegar un proyecto personal que permanecía varado entre sueños: Sargo Carbón. El lema de este local, que abrió en febrero de 2021 -coincidiendo con el cumpleaños de su madre- se resumía así:
«Este es un streetfood de cocina canalla, sabores potentes, ambiente de risco en primera línea de costa. Donde el menú se disfruta entre amigos. ¡Aquí se come en cholas!».
El concepto, la espina dorsal, tiene nombre: charcutería marina, una tendencia de gastronomía sostenible que aprovecha de la mar hasta los descartes. En España, el conocido como chef del mar, Ángel León, lanzaba en el restaurante Aponiente su primera línea de embutidos de la mar en 2019, una filosofía que seguían cocineros como Dani García, Willy Moya y también Omar, quien ofrecía en su local bocados como salame de atún, chorizo de pulpo picante, cecina de calamar, hot dog fish, bocadillo de salchichón de choco, pastrami de atún ahumado, butifarra de sama y jurel con aceitunas negras… Hasta 70 elaboraciones.
Lo cierto es que, sin ocultar su carácter innovador, la charcutería marina es una práctica antigua. Ya en tiempos del Imperio romano, el recetario de Marco Gavio Apicio dedicó un capítulo a los Sarcoptes, picadillos de carnes, pescados o mariscos. Como refiere José Carlos Capel, este compendio incluía la salchicha de pescado.
Y nadando en la historia, Diego Granado, oficial de cocina de la corte de los Austrias, capturaba en su obra Libro del Arte de Cozina (1599) una receta de Salchichones de pulpa de luz, supuestamente un pez de río. En el siglo XVIII, el monje agustino Antonio Salsete elaboraba un cuaderno de cocina que en el capítulo Salchichas destaca: “También se hacen salchichas y chorizos de pescado. Para esto sirven las tripas de la corvina”.
Bestia Marina: el mito en un menú
Durante sus esforzadas singladuras, Sargo Carbón ‘pescó’ un Solete de la Guía Repsol, pero el cierre de este local no significó renunciar a la idea y como sucede en tiempo de marejadas, la ilusión ha sostenido la filosofía del concepto. Omar ya había marcado el nuevo rumbo, una linea que está definiendo desde la madurez que representa Bestia Marina, trasluchando contra viento y pandemia, también frente a la indiferencia y el desdén de cierto periodismo de partido único que concede premios y castigos a su antojo.
La suya se presenta como una cocina abierta, en el sentido literal, aliñada de atrevimiento y también sazonada de riesgos que se alimenta emocionalmente de aquel recetario de sus ancestros -un legado que interpreta con cariño y pasión al que aporta una perspectiva personal-, invitando a sumergirse y descubrir las sorprendentes posibilidades del medio marino.
Un aspecto básico: todo se elabora a la brasa, técnica que entronca con un comportamiento humano ancestral y que supone llevar la mar al fuego, de tal manera que pescados y mariscos conserven sus mejores jugos, así como las notas de aromas que aportan las maderas que el propio Omar elige, corta y acarrea hasta el local. Sus principios los lleva tatuados en la piel, cubierta de escamas, y siempre con Garachico de fondo.
El local es lo más parecido a una lonja, con el pescado reposando a la vista del cliente; la charcutería orgullosamente colgada; los cuchillos perfectamente alineados junto al fuego; las damajuanas en alto; frascos con vinagres, conservas y fermentados; las brasas crepitando; una fotografía del Roque… Se paladea una calma que precede al oleaje de sabores.
La introducción al menú degustación, de nombre Mareas, se destapa con un guiño a la cerveza artesanal, una Chutney exclusiva para esta casa, agasajo que se acompaña con pan rústico de calabaza y espelta, el complemento perfecto donde untar una deliciosa sobrasada de anchoa ahumada con tomate, ajo y aceite, similar a una sardella -pasta de origen italiano típica de la Calabria- que también se convierte en una delicatessen lista para llevar.
Ana y Ángel maniobran con sentido, timoneando en la orilla de la mesa donde depositan el singular chorizo de pulpo, de gustoso picante, y unas lonchas de pata, pero de albacora ahumada con especias.
La presencia de un macaron recuerda al antiguo recetario, esta vez un trampantojo elaborado con mayonesa ahumada, sobrasada de pulpo, arroz y albahaca, de contrastes y final aromático, confirmando que los productos a la brasa también desprenden estética y elegancia.
A continuación, un curioso acertijo que anima a descubrir dónde está el fósforo, presentando dos cabezas de anchoa, en vinagre y salazón, con unos toques de hinojo y descansando sobre una refrescante base de melón.
El intermedio lo da una kombucha de ciruelas fermentadas, a la manera de un sorbete que, además de limpiar, anuncia una ostra con queso, salsa velouté de masa madre y ciruela roja, un sabor siempre atractivo.
Por entonces se sirve un blanco de bodega Los Loros, un albillo criollo con ligero paso por madera, de paladar fresco, herbáceo y especiado. Es el prólogo de otro marisco, una zamburiña a la brasa bien resuelta con la compañía de una sabrosa vichyssoise de espárragos, mojo verde y cilantro. Y no es menos gustoso un ceviche de cabracho, bañado en leche de tigre, aceite de cilantro, cebolla roja, harina de garbanzo y mayonesa ahumada.
Ariana, un tinto de bodegas El Grifo, madurado en roble a partir de una simbiosis de Listán Negro y Syrah, se presenta en la mesa y acompaña un consomé de kimchi con melón y atún rabil, mientras el pulpo a la brasa reivindica con orgullo su lugar, de la mano del dulzor de una crema de batata y el contrapunto de un mojo cochino.
Un blanco herreño, el Bimbache, concentra su carácter volcánico en un coupage de Listán Blanca, Vijariego blanco, Baboso blanco, Forastera y Gual.
Un plato de cuchara altera la secuencia lógica, colándose al final del cardumen con una cecina de calamar nadando en una carbonara de setas con crema de ajo negro, que bien vale para sentar las madres.
Pero siguiendo la ortodoxia, el broche le corresponde a lo dulce: una crema brulé, caramelizada con azúcar y un mascarpone en lengua de gato.
Toda una marea de sabores que va de lo salado a lo dulce, con sensaciones cruzadas desde temperaturas y texturas resbaladizas hasta notas ácidas y salinas. La impresión es magnífica: técnica, imaginación, pasión y trabajo a fondo sobre las posibilidades que dan las brasas y la mar.
Así navega Bestia Marina, con el corazón midiendo la línea del horizonte y esperando las nuevas mareas. (C. Esteban de Ponte, 38, Garachico; viernes a lunes, de 13:00 a 16:30 y de 18:30 a 22:30 horas; teléfono: 686241328).
Sin Comentarios