La voracidad del turismo ha trastocado la esencia de la gastronomía española, convirtiéndola en un espectáculo vacío, una escenografía sin alma donde la tradición ha sido sacrificada en el altar de la rentabilidad y la imagen. Lo que en otro tiempo fue un reflejo del alma de sus regiones, una expresión genuina del carácter de un pueblo, ha quedado reducido a una parodia diseñada para atraer visitantes ávidos de experiencias prefabricadas. Los bares de siempre, templos de la convivencia y custodios de la memoria gastronómica, han sido devorados por un tsunami de establecimientos que rinden pleitesía a la dictadura del algoritmo, donde la estética de un plato pesa más que su esencia y la rentabilidad arrasa con la honestidad gastronómica.

Recorrer hoy las arterias de ciudades como Barcelona, Madrid o Sevilla, es asistir a un desfile de locales clónicos donde la cocina ha sido relegada a un mero atrezzo para la fotografía. La carta se ha convertido en un documento intercambiable, un simulacro de tradición vaciada de identidad. La tortilla de papas se presenta en torres minimalistas, el pulpo se ahoga en espumas innecesarias y los arroces son tratados como si fueran lienzos de un museo de arte contemporáneo, la prioridad ya no es el producto, ni la técnica, ni siquiera el placer del comensal, sino la repercusión en redes, la viralidad, el like fácil que multiplica la facturación y perpetúa la farsa.

En esta distopía gastronómica, la autenticidad ha sido desplazada a los márgenes. Aquellos bares y restaurantes que durante generaciones alimentaron con dignidad a su clientela, se ven condenados a la extinción, sustituidos por negocios con nombres en inglés, fachadas con neones absurdos y cartas en cinco idiomas donde todo es fotogénico, pero nada es memorable. La inflación descontrolada ha convertido lo que antaño era una caña con tapa generosa, en un cóctel diminuto servido en una copa de laboratorio a un precio exorbitante. Comer fuera ya no es un placer accesible ni una expresión de la cultura popular, sino un lujo desprovisto de justificación gastronómica, un envoltorio cuidadosamente diseñado para seducir turistas y vaciar sus bolsillos.

La mercantilización de la experiencia gastronómica

El proceso de turistificación gastronómica responde a una combinación de factores que han allanado el camino hacia la degradación de la cocina española. La avidez empresarial, que ha transformado la restauración en una fuente de ingresos sin necesidad de vocación, ha encontrado aliados en los propios turistas, dispuestos a pagar sumas desorbitadas por experiencias estandarizadas sin cuestionar la legitimidad de lo que consumen. A ello se suman los influencers gastronómicos, que han dejado de ser críticos de la restauración para convertirse en meros escaparates publicitarios, alabando sin criterio locales que les ofrecen experiencias gratuitas a cambio de promoción. Pero la responsabilidad no es solo del sector privado: las administraciones han facilitado que los centros históricos se conviertan en parques temáticos, despojándolos de vida local y autenticidad.

El resultado de este fenómeno es una gastronomía desprovista de alma, una caricatura de lo que España fue y podría seguir siendo si no vende su identidad al mejor postor. Se extinguen los bares y restaurantes donde el camarero conocía el nombre de sus clientes, donde el vermú se servía acompañado de una conversación socarrona y la comida solo aspiraba a ser disfrutada, no a convertirse en una postal digital. Desaparecen los mercados de abastos como eje de la cocina, relegados a un papel simbólico mientras los restaurantes recurren a distribuidores masivos que garantizan la uniformidad de los ingredientes, aunque ello implique despojar a cada plato de su identidad. Se impone la hegemonía de la cocina impostada, superficial y rentable.

El futuro de la gastronomía: ¿resistencia o extinción?

A este panorama desolador se suma un factor crucial, la desconexión entre el producto y el consumidor. Hace no mucho, un bar de barrio dependía de la lonja, del mercado, del productor local, hoy, los restaurantes de moda priorizan la eficiencia logística sobre la autenticidad del producto, estandarizando sus cartas y uniformizando sus sabores para responder a una demanda globalizada. El mismo brunch en Madrid, Barcelona o Málaga; la misma carta de hamburguesas gourmet, de tacos «fusión», de ceviches sin alma.

Y mientras tanto, el comensal local queda relegado a un papel secundario, los habitantes de los barrios históricos son los primeros expulsados, tanto de sus viviendas como de sus bares de siempre. El turismo voraz, apoyado por la complicidad de las administraciones, ha convertido las calles en pasillos de un centro comercial donde la comida es un reclamo más, un souvenir efímero que se olvida en cuanto la foto deja de recibir likes.

La única esperanza reside en la resistencia de algunos irreductibles, aquellos bares y restaurantes que se niegan a claudicar ante la dictadura del turismo. Son cada vez menos, pero aún existen. Lugares donde el pan sigue siendo de verdad, el vino no necesita etiquetas llamativas para demostrar su calidad y el producto sigue siendo el rey. Son la última trinchera de una gastronomía que agoniza, pero que aún no ha sido enterrada del todo. La pregunta es: ¿hasta cuándo resistirán?

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