Una noche cualquiera entran unos comensales a un restaurante, piden el menú degustación y al final de la velada, exigen hablar con el chef. Hasta aquí todo transcurre de manera normal. Se identifican y resulta que en ese momento el chef, que en muchos casos también es socio o propietario del establecimiento, descubre que son inspectores de la archiconocida Guía Roja de las estrellas.
Ante aquella situación, las manos comienzan a sudar y la mirada del cocinero empieza a buscar en ellos la aprobación de todo lo que comieron y bebieron, de la atención que recibieron en sala, preocupación de un cuadro que estaba medio torcido en una de las paredes del restaurante. Todo empieza a girar en la mente del profesional o restaurador a una velocidad extrema y los comensales, que hasta hace un momento no eran más que dos clientes del restaurante, pasan a convertirse en una especie de verdugos con unas sonrisas que no se sabe, a ciencia cierta, si son sinceras o forzadas. El chef y propietario, en muchos casos, los quiere conquistar a como dé lugar.
Ustedes amigos lectores, ¿en algún momento se han puesto en la piel de estos magníficos profesionales de la cocina? que, a pesar de su reputación ganada con años de esfuerzos y de trasnochos; quienes en muchos casos han dejado parte de su juventud ceñidos a los fogones, quemándose las pestañas, las mano, investigando, puliendo sus recetas o las de sus madres o abuelas (que resultan ser las primeras en rediseñar); todo los que les toca vivir a estos profesionales culinarios para poder alcanzar una reputación digna y que sus comensales repitan una y otra vez la visita a su restaurante, lo cual, es a la larga la mejor recompensa que puede tener un cocinero, la fidelidad de sus clientes, aspecto básico para el éxito de cualquier restaurante, esté donde esté.
Lamentablemente, cada día hay más aspectos externos al chef de los cuales depende su buena reputación o la de su restaurante, más en una región ultraperiférica como Canarias con toda su parte política intrínseca. Y las tan anheladas estrellas Michelin que nos aseguran una privilegiada posición a nivel mundial, son tan amadas por unos, como repudiadas por otros. Han habido en la historia roja cocineros que las han devuelto, cocineros que las han perdido por diferentes razones y se han alegrado a la final. Luego están los que solo viven para mantenerlas, como si toda su vida dependiera de ellas, hay incluso, muy lamentablemente; quienes se han hasta suicidado nada más intuir que iban a perderlas, una, dos o las tres. Tal es el caso del francés Bernard Loiseau, chef y dueño de La Côte d’Or’s.
Si han visto la película Ratatouille, deben recordar al personaje de Gusteau, el chef que murió luego de perder una Estrella Michelin. Resulta que esa historia se basó en el caso de este cocinero francés, quien en 1991 logró obtener tres estrellas de la afamada guía gastronómica, suicidándose en el 2003 luego de que su restaurante perdiera puntaje en la influyente Guía Gault Millau y empezaran a correr rumores de que Michelin, también le quitaría una de sus estrellas. Hoy día La Côte d’Or, aún posee sus tres Estrellas Michelin. ¡En que extraña pesadilla se puede convertir el sueño estrellado!
Terminan estas líneas los valientes de la historia que decidieron devolver las estrellas y renunciar a ese lujo que los sofocaba, “libertad en la cocina, es algo que no tiene precio”, como dicen algunos de estos hombres que han tenido el arrojo de hacer tan trascendente acto; Alain Senderens, Antoine Westermann y más recientemente, Sébastien Bras; quienes están en la corta lista de los que han preferido su libertad de acción a la esclavitud que puede significar poseer estrellas en el ámbito de la gastronomía. Por eso preguntamos… ¿Se llega al cielo con las estrellas?
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