Los romanos creían que las trufas provenían de los rayos y sobrecogidos por este fulgurante fenómeno las consideraban un regalo enviado por los dioses.

Antes, los antiguos egipcios ya las comían y los druidas celtas las incluían como ingrediente en aquellas marmitas donde elaboraban sus pócimas, fascinados por el hecho de que brotaran del interior de un círculo mágico de tierra quemada, entre las raíces de sus árboles sagrados. La civilización griega también las elevó a la categoría de exquisitez, a categoría hedonística. Hasta organizaban concursos gastronómicos con ellas.

Lo cierto es que a lo largo de los tiempos se ha heredado la creencia de que poseen propiedades ocultas, envueltas en la aureola de producto afrodisíaco y por tanto pecaminoso. Quizá por esto, además de por su inquietante color negro, sus formas irregulares, el hecho de habitar en el demoniaco interior de la tierra y asociadas a los bosques, lugares donde habitaban brujas y hechiceros, fueron prohibidas por la Iglesia durante la Edad Media.

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La decadencia impuesta por el dogma católico -castigando los placeres mundanos en el nombre de Dios- enterró la trufa, si bien siempre han existido privilegios sociales, esa especie de bula que explica por qué en los banquetes y festines de reyes y príncipes nunca dejaron de tener un asiento preferente.

Pero llegaría la época del Renacimiento, del Humanismo, y con ella la trufa proyectó su aroma más allá de las cocinas de la realeza y democratizó su consumo, impulsada por la aparición en la Edad Moderna de una nueva clase, la burguesía, que por mimetismo la incorporó a su mesa como símbolo de riqueza y ostentación. Pero aún así seguía abierto al debate entre quienes la consideraban un desecho de la naturaleza y quienes la elevaban al podio de las delicatessen.

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Estos hongos vuelven locos a los jabalíes -si bien ahora se utiliza el olfato de los perros para descubrirlos- como también cautivan a los seres humanos, que los consideran un bocado sibarita, sinónimo de exclusividad y adornados por un halo de lujo que se relaciona con los restaurantes de alta cocina, porque su popularización es algo más bien reciente. De hecho no forma parte de esos sabores que podamos asociar a nuestra niñez, a los primeros recuerdos, a la memoria gustativa.

No obstante, de un tiempo a esta parte se ha colado en la escena un falaz simulacro culinario, un aceite de trufa que desmerece tal nombre y que no es más que un producto industrial impregnado con aromas de laboratorio que se hace pasar por lujo embotellado, aderezando pizzas trufadas y otros platos de comida rápida que inducen a la confusión de esos clientes que cuando acuden a los restaurantes y prueban la verdadera trufa echan de menos aquella Intensidad mentirosa y artificial.

Pero volviendo a la buena mesa, ¿no será que el secreto de la trufa está en que más que alimentarnos lo que realmente consigue es seducirnos? Pues quizá sea así.

En este sentido, Danny Nielsen es un magnífico seductor. El chef del restaurante que lleva su nombre, ubicado en el Callejón del Combate de la capital santacrucera, se ha convertido, cual si fuera el clásico Petronio, en árbitro de la elegancia y el buen gusto.

La trufa es una de sus pasiones confesables; la considera un manjar único y la trabaja estacionalmente, respetando sus épocas. Basta ver cómo la frota con mimo en el rallador, con cierto aire ceremonial, mientras el hongo va resbalando en finísimas lascas por efecto de una sublime gravedad hacia su preciso lugar en el plato.

De esta joya culinaria, el chef destaca su sutileza en combinación con pastas o risottos, también con quesos, composiciones donde la trufa blanca, de paladar más suave que su hermana negra, acompaña en lugar de protagonizar, desprendiendo un aroma parecido a la malta tostada y sabores similares a frutos secos como nueces o avellanas.

Uno de sus deliciosos menús semanales -ejemplos constantes de brillante desempeño profesional- brinda una secuencia que abren las Zamburiñas al horno con alioli de ajos asados, casi mantequilla y de un gusto que se mueve entre lo asado, toques caramelizados y ahumados, más el golpe del brote de cilantro y el fondo de un sabroso jugo.

Tamara se acerca con maneras a la mesa y descorcha un Rajadero, excelente blanco de la bodega Altos de Chipude, 85% uva Forastera Gomera y 15% Listán Blanco, que desde el primer sorbo regala aires frutales y su alma volcánica. Pilar recibe a clientes con una sonrisa de buena anfitriona y los acomoda en una mesa cercana a la cocina abierta, señal de transparencia.

Haciendo gala de técnica y conocimiento, de un formidable espíritu ecléctico, el chef rinde tributo a la cocina italiana montando unos Tagliatelle con bogavante, salsa de pecorino y trufa de verano. La pasta, de factura artesanal y hábilmente elaborada, se asocia al queso de oveja, que suma su punto aromático, algo salado y picante, ofreciendo una base sazonada con cebollino, sal y pimienta que acoge la magnífica complejidad de la trufa blanca, distribuida sobre los tagliatelle y envolviéndolos en su fragancia.

El tercer plato afirma la universalidad de Nielsen quien versiona un Tonkatsu de ternera con salsa Satay, carne empanada al estilo japonés con una salsa de cacahuetes de origen asiático, jugoso y armonizado conjunto.

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No resulta sencillo elegir postre entre Quesos curados con miel de trufa o Tiramisú con crema de limoncello. Una moneda al aire.

Acaso embriagado aún por tan cautivador menú me pregunto ensimismado ante una taza de café por qué razón un restaurante con las hechuras de Nielsen no figura en ese firmamento donde lucen soles y estrellas… Bueno, doctores tiene la Iglesia.

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