La nieve y el hielo son mucho más antiguos que el ser humano quien en algún momento de su evolución, atraído por ese elemento natural y frío al tacto, se lo llevaría a la boca descubriendo así su saciante frescor.
El siguiente paso imagino que habrá sido advertir sus aplicaciones como excelente conservador de los alimentos, remedio contra la fiebre, bálsamo para roturas o alivio de inflamaciones, y también percibir con cierto desencanto cómo al paso de las horas se va fundiendo hasta convertirse en agua. De ahí el empeño por mantenerlo en estado sólido antes de que se derritieran sus excelentes cualidades.
En el Pico del Teide y a 3.200 metros de altura se localiza la Cueva del Hielo, ya citada por comerciantes ingleses en 1646 y por el naturalista Alexander von Humboldt en 1799. Esta singular caverna era explotada ya desde el siglo XVII por esforzadas gentes, los neveros, que compactaban la nieve para acumularla y recogerla en verano, y transportaban bloques de hielo a lomo de animales para proveer a las incipientes poblaciones de entonces.
Así lo relataba Sabino Berthelot en el siglo XIX: “En pos de sus mulos -en serones cargados con 40 kilos, al precio de medio dólar por acémila- los arrieros bajan la nieve y el hielo del Teide. Descienden desde una altura de más de 9.000 pies (más de 3.000 metros), paran en la Villa de La Orotava a cambiar de caballería y durante la noche reemprenden la marcha en dirección a Santa Cruz, para llegar temprano a la ciudad. Gracias a ellos los helados no faltan en los saraos”, posibilitando así que los disfrutasen sobre todo las clases acomodadas.
Lo cierto es que esta actividad empezaría a decaer con la progresiva instalación de fábricas de hielo en los principales núcleos urbanos hasta desaparecer definitivamente en la década de los años 20 del pasado siglo.
En Santa Cruz de Tenerife, el 19 de febrero de 1893 comenzó a expedir hielo artificial la sociedad El Teide, dirigida por el ingeniero Raúl Turr y ubicada en la calle Santa Isabel esquina a Galcerán, que tenía su punto de venta en San José esquina a El Saltillo, al precio de 15 céntimos el kilo. A esta se suman en 1897 los despachos de Francisco Peña en la calle del Castillo, los kioscos de la plaza del Mercado y el local de Antonio Peña en San Francisco Javier.
En la prensa se suceden los anuncios vendiendo máquinas frigoríficas para la elaboración de hielo, mientras en mayo de 1904 reabre la sociedad El Teide -cerrada en 1902 por suspensión de pagos- en la calle Dr.Allart esquina Botón de Rosa, con distintas sucursales y hasta un carrito ambulante propio.
Más puntos de venta son la tienda de ultramarinos de Miguel Reina en la calle del Castillo (1905), un local en la calle de Regla (1906) y otro en la de Candelaria esquina a Santo Domingo (1907).
En 1914, en el número 2 de la calle de Regla se montaba la equipada fábrica de hielo Siliuto y Alonso, que contaba con cámara frigorífica, y también la de Los Alicantinos en 1917, en la calle de El Pilar, 61, “de hielo opaco y cristalino hecho a presión y filtrado”, que se prestaba a servir su producto al interior e islas adyacentes, una industria que en 1922 pasaría a llamarse de El Pilar, regentada por Francisco Pérez García, propietario de Horchatería Valenciana. A estas les siguieron, entre otras, las de Nuestra Señora de.Candelaria (1949), en la Cruz del Señor, o la de Nuestra Señora de Regla (1951), en la calle del mismo nombre.
En Europa, el consumo de nieve se generalizó a mediados del siglo XVII. Desde entonces empezó a cambiar su consideración como artículo de lujo, convirtiéndose en un producto al alcance del común de las gentes.
Los helados y sorbetes se popularizaron más allá de que en las páginas de El Instructor (24/2/1856) se advierta: “Es necesario emplear con mucha precaución los helados, pues perjudican después de comer y estando acalorado”. O que un artículo de la Doctora Soles en La Gaceta de Tenerife (11/8/1932) afirme: “El helado, la leche y los huevos son unos malos amigos del calor (…) Es de efectos desastrosos tomar el helado media hora después de haber empezado la digestión”.
Con todo, Tenerife se iría poblando progresivamente de establecimientos que ofrecían este producto, desde dulcerías y confiterías a cervecerías, bares, cafés, restaurantes y hasta hoteles y sociedades, que los incluían en sus cartas como dulce final, además de estar presentes en cualquier celebración particular que se preciara.
Ya desde finales del siglo XIX, la prensa de la época recoge esta realidad, como es el caso del establecimiento de Francisco Febles, donde se sirven “con mayor esmero” (El Memorándum, 15/7/1883) o “los mejores helados” de la casa de Luis G. Camacho, que ofrece agrás, sorbete y mantecado (Diario de Tenerife, 23/6/1887). En la Cervecería Marina, ubicada en esa calle santacrucera, se venden “helados finos” a un real de vellón (Diario de Tenerife, 24/6/1891) y también en La Carrera (La Laguna), en el Café de Nicasio González (Diario de Tenerife, 17/71891).
Una máquina que hace “todo tipo de helados en 12 minutos” se publicita en las páginas de El Liberal de Tenerife (22/9/1894); otra que se acaba de recibir de Nueva York se ofrece en los almacenes de Vandevalle, en la calle Castillo (Diario de Tenerife, 3/8/1903), también la Frigadaire, que además de hielo “permite la preparación de deliciosos helados” (La Prensa, 8/10/1927) y como artículo de ocasión, un aparato para la fabricación de helados americanos (La Prensa, 18/8/1934).
Además, la popularidad de este producto se manifiesta en un anuncio que pone a la venta un carrito para helados “con todos los enseres necesarios para ser conducido a mano” (Diario de Tenerife, 3/4/1901).
Con el cambio de siglo, la tónica no cambia y, bien al contrario, se amplía. Las confiterías y pastelerías (La Corona y La Catalana, en Santa Cruz, y Taoro en La Orotava, propiedad de Egon Wende, entre otras) incorporan los helados entre su género y los hoteles los sientan a la mesa.
Es el caso del Hotel Orotava -sucursal del Grand Hotel Humboldt y ubicado en la Plaza de La Constitución de Santa Cruz– que desde 1906 ofrece helados en su carta y hasta asegura que “sin competencia en el país” (La Opinión, 27/4/1910). Otro tanto sucede con los “exquisitos helados” del Hotel Aguere en La Laguna o del Hotel Victoria, que hasta contrata un nuevo patisseur (La Opinión, 11/5/1910).
La Horchatería La Valenciana, en la calle Cruz Verde, 16 y regentada por el industrial Francisco Pérez García, es el paradigma de negocio boyante donde se ofrecen helados para fiestas, bautizos y bodas (El Progreso, 16/6/1919), con un “extenso y delicado surtido tanto para la capital como para el interior de la isla” (La Prensa, 15/8/1923); “servicio a domicilio para las familias que veranean en La Cuesta, La Higuerita y La Laguna” (La Prensa, 10/7/1927) y hasta llega a abrir un “artístico puesto de refrescos y helados” con mesitas al costado de la plaza Weyler (El Progreso, 25/7/1928).
Pero no todo es dulce. En la la calle La Noria, 34 se habla instalado la fábrica Santa Teresa, propiedad del empresario lagunero Rafael González Vernetta, que produce helados americanos “con las más severas prescripciones higiénicas”, utilizando como materias primas “azúcar de la mejor calidad, esencias concentradas con certificado de Sanidad y agua filtrada en filtros Pasteur”. De esta forma reaccionaban a una campaña de sus competidores, quienes hicieron correr el rumor de que los palillos que arrojaban sus clientes los recogían para reutilizarlos varias veces, por lo que rogaban a sus consumidores los rompieran después de usarlos (La Prensa, 1/8/1928 y 2/7/1929).
También tuvieron que garantizar públicamente que la leche que contenían sus elaboraciones era natural, “analizada frecuentemente en los laboratorios del doctor Cristelly con resultados favorables” (La Gaceta de Tenerife, 5/10//1929).
La rivalidad llegaba hasta los tribunales. Eugenio Machado, que en abril de 1929 había abierto una fábrica de polos heladas en la calle Imeldo Serís, 61, se querellaba contra Rafael González Vernetta, propietario de la industria Santa Teresa, al que acusaba por usurpación de patente en la confección de dulces helados. La Audiencia resolvería finalmente a favor de este último.
Una vez dictada sentencia y lejos de arredrarse, la fábrica Santa Teresa anunciaba la salida al mercado de Skimal’s, pastas de chocolate en finísimas cremas heladas; Ici-Pi, barquillos rellenos, además de vasos y cajitas de pergamino y fibra con cucharitas (La Gaceta de Tenerife, 17/5/1930).
Y la guinda a este amargo pastel. En una sesión del Ayuntamiento de Santa Cruz, publicada en La Gaceta de Tenerife (8/5/1913), el concejal Francisco Delgado Martín censura que no se inspeccionen los helados que los vendedores ambulantes dispensan a los niños, quienes hacen de ellos un regular consumo, al entender que contienen sustancias nocivas, entre otras almidón y sacarina en lugar de azúcar.
Esta alerta provoca la suspensión de la venta ambulante que se reanudará a comienzos del mes de junio “siempre que la fabricación de este artículo haya sido examinada y autorizada por el inspector del distrito donde dicho artículo se confeccione”, establece la Alcaldía.
De la escasa calidad del género de un vendedor ambulante se dice en El Progreso (17/8/1914) que “el helado contenía hielo, azúcar y un poco de colorete en lugar de leche, huevos, azúcar y canela”, tal era el nivel del fraude.
Un aviso de intoxicaciones causadas por los helados que se venden en las calles de Santa Cruz desemboca en una orden dirigida a la Guardia municipal sobre la recogida de muestras para su análisis (La Gaceta de Tenerife, 22/6/1924).
Después de estas paletadas al pasado histórico hay que reconocer que, como sucedía entonces, en verano resulta difícil, por no decir casi imposible, resistirse a la tentación de saborear un buen helado y que llegados estos calurosos meses las trampas también se sirven frías.
Lo cierto es que, a día de hoy, en un mundo globalizado y saturado de imágenes donde se da más valor a una fotografía que al sabor, no resulta sencillo distinguir una heladería artesanal de otra semi-industrial, de ahí que más allá de una relación de locales que garanticen la pureza del producto, acaso sea más aconsejable proponerle al consumidor que asuma el papel de evaluador consciente y se aplique en el ejercicio de seleccionar lo que elige como natural frente a que no lo es.
Como punto de partida es importante no dejarse seducir por esas relamidas listas de los mejores que invaden las redes sin orden ni concierto, ni abrazar de inmediato aquellos establecimientos con nombres italianos -los hay excepcionales y sin duda son los auténticos capos en este segmento- que exhiben letreros con banderas tricolor y la palabra gelato o artesanal, y donde quizá hasta suenen los acordes del Himno de Mameli, porque estos aggiornamentos no son garantía de plena calidad, de veritá.
Existen otros detalles más reveladores y certeros, que tienen que ver con traspasar el umbral de estos locales y abrir bien los ojos para apreciar la gama cromática.
¿Un helado de plátano amarillo chillón similar a la camiseta de la UD Las Palmas? ¡Lagarto, lagarto! Y no se trata de rivalidad futbolera, sino de algo más simple: el plátano se oxida y toma un color amarillo oscuro tirando a marrón. Otro tanto sucede con el de menta, que debe ser blanco. El verde es sencillamente comercial y en cuanto a los helados de intenso azul Pitufo, mejor directamente que se los coma Gargamel. Ese estallido de colores fosforescentes, como el de un estuche de rotuladores, no son una buena señal y señalan lo artificial: helados inflados de aire, hinchados con grasa y azúcar.
También esas cubetas rebosantes con montañas de helado, coronadas de tropezones desconocidos, pastillas Smarties o M&M, churretones de siropes varios y un largo etcétera advierten del uso de una combinación de productos nada naturales, pero capaces de sostener esas megaestructuras, porque las elaboraciones artesanales se derriten rápido, de ahí que los buenos heladeros conserven tapado el helado para así evitar los cambios de temperatura que afectan a la cremosidad.
Otro detalle sustancial: los productos de temporada. Si una heladería o gelatería presume de artesanal debe elaborar sus propuestas con frutas y frutos secos frescos. La prueba del algodón no engaña y en época veraniega lo normal sería encontrarse el melocotón, la ciruela, el melón o la sandía.
¿Y el cucurucho? Si se utiliza el auténtico barquillo, que cruje y se rompe, la cosa va sobre ruedas. Lo contrario es encontrarse con ese remedo de plástico que se queda pegado a la dentadura. Afortunadamente, al menos de momento, los vasitos no son comestibles.
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