Eso de que los churros vinieron de China y que fueron españoles y portugueses quienes los introdujeron en Europa no es ni más ni menos que un cuento chino; cosas del mal uso de un recurso como el corta-pega, de la manía de copiar y reproducir textos sin contrastarlos, una pésima práctica que provoca el crecimiento imparable de tanta noticia falsa y más aún cuando alguien decide insertar este tipo de escritos en la Wikipedia, la llamada enciclopedia libre.
Como viene sucediendo de un tiempo a esta parte, y cada vez más asiduamente, las redes sociales se alimentan de un sinfín de bulos gastronómicos que se encargan de engordar esa pléyade de influencers, tiktores e instagramers y a su vez reproducen como churros su legión de ‘followers’. Pero no son los únicos.
También algunos de esos medios de comunicación hasta ahora considerados serios y veraces, adalides del periodismo ortodoxo, han sucumbido sin el más mínimo rubor al negocio de atrapar clicks a cualquier precio, participando activamente de esta rueda del engaño.
Y si bien es verdad que, dicho de manera algo jocosa, ahora casi todo nos llega desde China, lo cierto es que un churro no deja de ser una masa escaldada, como los buñuelos, por lo que su proceso de elaboración se daría probablemente ya desde la antigüedad y en más de un lugar de forma simultánea y espontánea, sin vinculación alguna, lo que en la ciencia histórica se conoce como paralelismo cultural.
Tal y como afirma Biscayenne, seudónimo de la investigadora Ana Vega Pérez, el origen del churro como tal habría que localizarlo en Madrid, a mediados del siglo XIX, y fue a medida que se ampliaba su consumo cuando se extendió por la geografía española, adoptando unas características distintas como la forma, la elaboración e incluso hasta el propio nombre.
¿Churros o porras?
La voz churro fue introducida en el Diccionario de la RAE en 1884, definiéndose como un «frito alargado con forma de cohombro», en alusión a su similitud con un tipo de pepino. En múltiples lugares de España también se les llama «tejeringos» y “jeringos”, dado que para elaborarlos se utilizaba una jeringuilla que después se denominó churrera. La receta tradicional los presenta como «churros finos, estriados y crujientes que, a diferencia de las porras, están fermentados, por lo que no tienen miga».
El churro, explica la entrada actual del diccionario de la RAE, “es una fruta de sartén, de la misma masa que se usa para los buñuelos y de forma cilíndrica estriada”, mientras de la porra se dice que “es semejante al churro, pero más gruesa».
Los churros, por tanto, tienen forma de argolla o lazo, un grosor fino y una masa densa, mientras que las porras se fríen en forma de grandes espirales que después se trocean, y son más gruesas y esponjosas por el contenido de aire en su interior. En Canarias se conoce indistintamente con el nombre de churro tanto a la masa en forma de argolla y con estrías como también a la alargada, la denominada porra.
Los churros: Masa de harina, agua y sal
Un artículo publicado en el diario La Prensa el 30 de mayo de 1912, en la sección Lo que se come en Santa Cruz y bajo el título La industria churrera, arroja interesantes datos sobre el origen del despacho de churros en la capital tinerfeña, a partir de la básica fórmula de una masa de harina, agua y sal sumergida en abundante aceite.
Así, según se desprende del relato, el comienzo de esta industria en Santa Cruz habría que situarlo a finales del siglo XIX, entre los años 1896 y 1897, momento en el que un peninsular de nombre Vicente desembarcó en la ciudad y alquiló uno de los cuatro kioskos ubicado en la Plaza del Teatro, propiedad del Ayuntamiento, donde montó su chiringuito churrero.
A Vicente le costó lo suyo que el público capitalino se acostumbrara al nuevo producto y, sobre todo, convencer a la gente de que se llevara a la boca aquella “serpiente de masa dorada”, pero finalmente y con empeño lo logró. Eso sí, muy a su pesar pronto le saldrían imitadores, como el caso de una tal Juana, también peninsular, que empezó a freír buñuelos y hacerle la competencia.
El siguiente protagonista de esta espiral fue un tal Pepe el Sevillano, a quien le dio también por meterse en harina y churrear, si bien acabaría cambiando la fritanga por el oficio de sereno. La secuencia la continuaría Marcos, quien se estableció en la calle Miraflores y mantuvo el negocio con la ayuda femenina de su compañera Mery.
Mientras tanto, la relación de protagonistas se iba extendiendo como el aceite con la presencia de otro Pepe, éste conocido con el apodo de El Gallego, que se instaló en la plaza de Weyler y al que se sumó un viejecito, de quien se desconoce su nombre, que oficiaría en los Cuatro Caminos hasta su fallecimiento.
La serie prosiguió con un individuo del que se dice “empezó a molestar a los transeúntes con el olor dañino del aceite hirviendo”, sin especificar nombre ni lugar, añadiéndose al listado de este particular gremio un tal Nemesio el Gomero, en una época que conoció también el efímero paso de un personaje que freía masas en el muelle y otro que lo hacía en la plaza de San Telmo.
De tal relación se concluye que en el año 1912 mantenían vivo el oficio de churrero en la capital, de una parte, Pepe el Gallego, quien había mudado su tenderete desde la plaza de Weyler a la calle de Santo Domingo, además de Nemesio el Gomero y Marcos el Moro, ambos con puestos rivales en la calle de Miraflores.
Al gusto de la sociedad chicharrera
En el arranque del siglo XX aquellas novedosas masas fritas ya habían calado entre los gustos de la sociedad chicharrera, circunstancia de la que se hace eco la prensa. En marzo de 1910, el cafetín propiedad de José Martínez Durán, ubicado hasta entonces en la plaza de Weyler y donde ya servían churros, se traslada a la calle Candelaria número 7, esquina a Santo Domingo.
En septiembre de aquel mismo año, el Café de Cruz Ibáñez, instalado en la trasera de la plaza del Mercado (la Recova vieja), hacía saber a su clientela que recuperaba “los deliciosos churros madrileños, acompañados además de café con leche y chocolate”, y un mes después, en octubre, se abría al público el cafetín El Progreso en la calle Miraflores, número 6, proponiendo “exquisitos churros y un buen café”.
Por aquellos años, la presencia de esta masa frita en diferentes actos y actividades sociales se convirtió en una constante: los churros ya se habían popularizado.
Así, en una fiesta convocada por el Club Tinerfeño en el mes de junio de 1909, con motivo de la verbena de San Juan, sus organizadores anunciaban que habría puestos de churros “como en años anteriores” y lo mismo sucedería con ocasión de citas como las Fiestas de Mayo, las verbenas del Carmen y del Ateneo, los festejos en la Alameda de la Libertad, en la Plaza del Príncipe o en las celebraciones de barrios como El Toscal o también el de los Hoteles, entre otros tantos.
Aceite bien caliente, hirviendo
El gremio churrero comenzaba a agitarse y el aceite subía de temperatura. En noviembre de 1926, el Gran Café Restaurante Colón brindaba entre otras propuestas su especialidad de chocolate con churros. En abril de 1927 reabrió el Café Palermo, ubicado en la plaza del Mercado, que bajo la dirección de Tomás Linares ya presumía en febrero de 1928 de contar con una “freiduría de estilo gaditano”.
Unos meses antes, en diciembre de 1927, el Ayuntamiento había recibido la petición de un particular solicitando se le permitiera instalar un local dedicado a confeccionar churros, al tiempo que Casa Lorenzo, en el Puente Zurita, anunciaba que todos los sábados ofrecería a su clientela churros con chocolate.
En octubre de 1932 se inauguraba la churrería La Madrileña, que se ubicó primero en el número 13 de la calle San Clemente para posteriormente, y con el mismo nombre, trasladarse a un local en la Rambla esquina a la actual calle de Juan Pablo II, donde se mantuvo abierta hasta la década de los 80 del pasado siglo, cuando el propietario del solar decidió derruir la casa levantada sobre un terreno que a día de hoy continúa sin solución urbanística, afeando la imagen de la ciudad en una de sus arterias principales.
Y continuando con ese momento de ebullición, en diciembre de 1934 el alcalde ordenaba tirar una caseta de madera instalada en un solar de la Rambla de Pulido que se dedicaba a la venta de churros sin autorización; en 1938 se abrió en la Rambla de Pulido la churrería Tres Cepas y en diciembre de ese mismo año se requerían los servicios de una “persona que sepa hacer churros”.
En la Rambla santacrucera, en el Kiosko de La Paz (antes Mascareño) y desde 1941, se servían churros, café con leche y chocolate, mientras en abril de 1944, una gacetilla anunciaba la venta de “una máquina moderna para fabricar churros”.
La familia Florido Berrocal
Fue en tiempos de la Guerra Civil española, en el año 1938, cuando la familia Florido, procedente de Cádiz, instaló un puesto de churros en un pequeño local de la plaza de la Recova vieja, junto al Café Palermo, lugar donde se forjaría una brillante generación de churreros, la de los hermanos Félix y Manuel Florido Berrocal, herederos directos del magisterio de su padre.
El primero de ellos regentó el establecimiento tomando el testigo de su progenitor y lo mantuvo en plena efervescencia hasta los años 90, ayudado por su esposa, momento en el que se acogió a una merecida jubilación.
Con su retiro laboral, y sin relevo generacional, se cerraba aquella icónica churrería, en la que el aceite se calentaba por goteo de gasoil y los clientes hacían largas colas -sobre todo en las fechas señaladas de Navidad, Fin de Año o el Día de Reyes-, atraídos por el irresistible aroma y esperando pacientemente aquel cartucho canelo que encerraba esas delicias bien calientes.
En 1956, su hermano Manuel abrió las puertas de la conocida popularmente como la churrería del Mercado, en la calle San Sebastián, que tras 59 años de actividad echaba la persiana por última vez el 12 de marzo de 2015.
Se clausuraba así el romanticismo de una época marcada por el desempeño de un oficio puramente artesanal, casi medio siglo de sabrosa historia, un tiempo que ya forma parte del imaginario de la ciudad y sus habitantes, protagonizado por Roberto Cury, que entró como aprendiz a la edad de 13 años, en 1957, y que con 72 le tocaba jubilarse, y Juana Evelia Díaz (Lala), que amasó 26 años en el puesto.
Antes que esta hubo una churrería en el cine San Sebastián, que desapareció con el derribo del edificio del cinematógrafo, y otra de vida efímera que montaron los mismos propietarios del local del Mercado frente al Bar Cantábrico -otro referente también desaparecido en junio del pasado año- pero solo se mantuvo dos años en activo tras hundirse el piso de la Recova.
Una madrugada de resaca
A pesar de los años y las ausencias, la imagen se repetirá como una foto fija en la madrugada santacrucera. Ellas, descalzas, renegando de los incómodos tacones, y ellos, zigzagueando, abrazados a la resaca, en busca del momento reconfortante, el epílogo en compañía de esa pareja indisoluble: un chocolate con churros a la vuelta de la fiesta.
Probablemente se tropezarán en las inevitables colas con esa otra gente madrugadora, que igualmente celosa de la tradición, tras una noche reposada y un reparador sueño querrá comenzar el año con buen pie.
Por cierto, el chocolate ha subido un 21% en el último año, según datos del Índice de Precios de Consumo (IPC). Este aumento de precio en un producto que se asocia con la Navidad se debe principalmente al encarecimiento de las materias primas, como el cacao y el azúcar, y al incremento de los costes de producción.
A manera de guía orientativa, estos son algunos locales que abren el primer día de 2025 en la capital chicharrera: Churrería Tradicional, calle Valentín Sanz, 3; Churrería La Competencia, calle José Hernández Alfonso, 4; Churrería Presidente, calle José Manuel Guimerá, 32, en plena Recova santacrucera; Churrería Bar Hesperides, avenida de Las Hespérides, 101; Churrería Petiazul, calle Petiazul 1 (El Sobradillo); Churrería Miguel, calle Punta de Anaga, Santa María del Mar; Churrería Masas & Más, Sabino Berthelot, 4 y Bar Churrería Sultán, Avenida Príncipes de España (Centro Comercial Yumbo).
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