La historia de Cueva Bermeja está ligada a esa antigua y particular relación que han mantenido en el tiempo Santa Cruz y San Andrés, salpicada por épocas de desencuentros (el núcleo pesquero llegó a ser municipio independiente de 1813 a 1850 con el nombre de Valle de San Andrés) y momentos donde primó la necesidad del acercamiento, pero siempre bajo esa extraña sensación de estar tan cerca unas veces como tan lejos otras.

Fue en 1901 cuando se abrió la primitiva carretera que empezó a construirse en 1882, cumpliéndose así el deseado contacto por tierra entre la capital y el pueblo marinero.

Su trayecto era peligroso, discurriendo por acantilados costeros, serpenteando en numerosas curvas, asomándose al vértigo de los precipicios y con la única protección de bordillos de hormigón escalonados. Desde esa altura eran visibles entonces los secaderos de pescado sobre los callados de las playas o en los tejados de obra: chernes, corvinas, tollos, lubinas.., tendidos al sol.

Lo cierto es que Cueva Bermeja comenzó a ser realidad a partir de la década de los cincuenta del pasado siglo, conformada originalmente por viviendas de autoconstrucción que ocuparon antiguas fincas junto a los márgenes de la vieja carretera y habitada inicialmente por gentes llegadas del interior del macizo de Anaga, además de obreros de las industrias portuarias próximas. En 1958 se instaló una cementera, industria contestada por los vecinos, como también lo fueron la cantera de áridos de Los Pasitos, en Jagua, la fábrica de hielo o los tanques de combustible.

A medida que crecía la actividad económica, el barrio prosiguió su escalada ladera arriba, luchando contra la difícil orografía. Las casas fueron trepando por el escarpado terreno, distribuyéndose por ambas vertientes del barranco y dividiendo espacialmente a sus pobladores.

A propósito, el historiador y médico Juan Bethencourt Alfonso llama Ajagua al valle de Anaga y afirma que ese nombre lo lleva el barranco “de medio arriba y Chacabordo de medio abajo», que en el corpus de Pérez Carballo sobre los barrancos de Tenerife se denomina Tracabordo, tal y como se recoge en el trabajo Guanchismos. Diccionario de toponimia de Canarias (Universidad de Las Palmas de Gran Canaria).

En cuanto al nombre del lugar, una hipótesis plantea que la denominación Cueva Bermeja proviene del color de un risco que existe junto al barrio, formado por la piedra volcánica conocida como tosca colorada.

Otra, por el contrario, sostiene que su nomenclatura está ligada a la expresión cueva de almejas, apoyándose en que antiguamente la mar llegaba a las orillas del barrio y, según cuentan, por entonces abundaban estos moluscos.

En marzo de 1970 se inauguró la Dársena de Pesca de Tenerife, una infraestructura considerada vital como amarre para las flotas rusas, coreanas y japonesas que faenaban en el banco canario-sahariano, además de base para la implantación de industrias frigoríficas, astilleros, varaderos y servicios navales.

En junio de 1973 se abría al público la primera y única playa artificial de Santa Cruz, Las Teresitas, y a finales de esa misma década se culminaban las obras de la actual autovía a San Andrés.

Aquel progreso sepultó una sucesión de pequeñas calas y ensenadas que jalonaban el litoral de este barrio donde convivían las labores de pesca artesanal con el disfrute de los bañistas, clausurando de esta forma las tradicionales salidas a la mar.

Pasados los años, en 1992 se puso en marcha el puerto deportivo Marina Tenerife, instalación completada en una segunda fase en el 2000, y precisamente en el lugar que en su día fue la desembocadura del barranco, donde se acomodaba una coqueta playita de callados, se asoma a día de hoy La Fula GastroMar, un remanso entre tanto cemento y metal que toma su nombre de una especie que mantiene hábitos muy domésticos, de vecindad: vive en fondos rocosos y muy cerca de la costa.

La Fula GastroMar: Sabores del mar y algo más

Este proyecto gastronómico, La Fula, echó a navegar en agosto de 2020, pilotado con buen rumbo por los hermanos Tomás y Pablo Cejas -apellido vinculado a la historia del baloncesto tinerfeño- junto al chef Nacho Solana en la sala de máquinas. Ya desde el verano de 2022 luce con orgullo un Solete, distinción concedida por la Guía Repsol, que destaca como valores su “espaciosa terraza marinera, una cocina franca, gustosa”, aderezada con una oferta de “pescado fresco y especialidades muy acertadas, como su ensaladilla o los calamares”.

En síntesis, una propuesta disfrutona y desenfadada que también incorpora el espacio más lúdico de una privilegiada zona chill out para los tardeos a orillas del azul.

De un tiempo a la esta parte, el chef Carlos Villar -bien conocido por su desempeño profesional en restaurantes como La Posada del Pez o Abikore- se ha sumado a la tripulación, ofreciendo su rica experiencia en cocina marinera, además de su estrecha vinculación con los pescadores de San Andrés, proveedores de materia prima fresca, y dándole también una vueltita a la carta con un jeito personal.

En un lugar como La Fula es inevitable comenzar con un Pescadito frito, un plato en apariencia simple pero que precisa, de partida, un buen género, como esas piezas pequeñas de primera calidad que allí manejan, además de un enharinado con finura y el mimo con el que se fríen, en aceite bien limpio pero, sobre todo, la mano del cocinero para darle el punto exacto. El resultado, un plato ligero y sabroso para abrir boca.

Tampoco desmerece una deliciosa ensalada de inspiración oriental, aliñada con salsa ponzu, que procura esos especiales toques salados, dulces y ácidos, acompañada de seta confitada, siempre tan versátil y jugosa, más unas carnosas gambas.

Lo del Steak tartar cubierto con una fina capa de calamar supone la habilidad para conjugar texturas y potenciar sabores con notas agrias y picantes a partir de un fermentado como el kimchi y pepinillo en vinagre.

La ensaladilla elaborada a base de la dulzona batata de Anaga representa otro de los imperdibles de La Fula, un plato popular que en este caso alcanza una mezcla singular con la compañía de cebolla roja, atún escabechado, setas portobello y mayonesa de kimchi que le proporciona un punto salado y picante.

Por la carta nadan también pulpos, calamares, vieiras o zamburiñas que se adaptan a distintas elaboraciones, ya sea en crudo, tartar y ceviches, o bien cocinadas, mientras arroces y fideuás se acomodan al gusto y a los productos de temporada.

En el capítulo dulce, un Tatín pero no de manzana sino de plátano y en una masa sablé bretón seduce a la gente golosa, que también puede optar por propuestas como un chocolate frío o unas milhojas.

Aún siendo un restaurante marinero, en La Fula se atiende también a los amantes de las carnes (entrecot, solomillo, escalope) y además con cariño, disponiendo de un horno kamado, una barbacoa de cerámica que permite cocinar al vapor, ahumar, asar, hornear, guisar, saltear al wok, y muchísimos platos a baja temperatura y mantener un control exacto del tiempo de cocción.

Una bodega discreta reparte protagonismo entre vinos espumosos, blancos y tintos.

Anterior La isla de Tenerife: De las Profundidades del Mar a las Alturas de las Medianías
Siguiente El aguacate y esa fiebre por el saludable, codiciado y costoso ‘oro verde’

Sin Comentarios

Deja un comentraio

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.