Lejos de ese remedo tan común con el que se suele engañar a quienes visitan la Isla en busca de saborear la experiencia única de los tan renombrados guachinches, el restaurante Flamboyán se decidió a mudar su imagen y también su carta para convertirse por un día en uno de estos típicos locales, pero sin desvirtuar la fidelidad del concepto.

El propósito no era otro que compartir la raíz de la cocina popular canaria con un nutrido grupo de mujeres ucranianas alojadas en el Parque Vacacional Edén -complejo hotelero de cuatro estrellas ubicado en el municipio tinerfeño del Puerto de la Cruz-, representantes de diferentes turoperadores de viaje de aquel país, tristemente atravesado por la crueldad de esa guerra descarnada que libran frente al invasor ruso.

Restaurante Flamboyán

En un excepcional espacio ajardinado, entre palmeras, dragos y flores, en compañía de una agradable noche -otro valor promocional por lo inusual que resultaba para las convidadas centroeuropeas una temperatura así en esta época del año- se vivió una auténtica cena canaria amenizada con el inigualable fondo musical del grupo folclórico Los Sabandeños.

En su condición de anfitriones, los responsables del Parque Vacacional Edén agasajaron y compartieron mesa y mantel con la comitiva extranjera, desde la jefa de administración y propietaria, Irene González de la Obra; el director, Lorenzo Moreno, y el subdirector, José Miguel Perdigón; la jefa de compras, María del Carmen Luis, y la de relaciones públicas, Águeda Cabrera.

Por su parte, el chef Aday Estévez capitaneó a un equipo formado por los cocineros Luis Edgar González y Daniel Guillén, más la maitre Arianna Pomponi, que bordaron las elaboraciones y el servicio.

A la entrada de acceso a la carpa, todo un símbolo: jareas tendidas en una liña, esa antigua práctica de secado del pescado como fórmula para su conservación, y a la vista una formidable piña de plátanos, otro de los iconos por los que se reconoce mundialmente al Archipiélago, además de dos garrafones de 16 litros, uno de blanco y otro de tinto.

Tras las presentaciones, la cabrilla abrió el menú a manera de aperitivo, esa cucharada de gofio en polvo, opcionalmente con azúcar, que se consume seguida de un buche de vino y que solía servirse en las ventas y guachinches que vendían vino cuando no había ningún enyesque preparado, y que también se comía durante el descanso de las faenas del campo, utilizando un gajo de cebolla como cuchara.

Además, las ucranianas conocieron que paladeaban un grano molido y tostado, alimento que formaba parte de la dieta de los guanches y representa una de las herencias más sobresalientes del pasado aborigen.

Ya acomodados en las mesas, largos tablones sobre burras cubiertos por un hule a cuadros rojiblancos, el gofio regresaba, pero esta vez en lebrillos, hecho un suculento escaldón, esa receta tradicional que es el resultado de amasarlo con el caldo hirviendo destilado por un exquisito puchero, coronado por cebolla roja y tropezones de tocino más el aditamento de un buen mojo, junto al que se cuela el singular almogrote. El propio puchero ya se hacía hueco con ese exquisito festival de verduras, carnes, piña de millo

Los brindis se sucedían, vasos de vino en alto, entre sonrisas y gestos de satisfacción: “Buidmo”, repetían las invitadas al unísono, al tiempo que aparecía la carne de cabra, bien arregladita, de paladar suave, y las sabrosas chuletas de cochino negro, la raza autóctona de porcino que tanto orgullo provoca como también cierto desinterés de un tiempo a esta parte.

Más vino y arriba las copas: “Buidmo”, mientras entre aplausos la mesa se endulzaba con quesillo, un clásico. La duda es por qué se llama así cuando no lleva queso, ¿Será por su forma redonda y por el color amarillo?

Los almendrados también se degustaron con ganas y como final,  la timba, nada que ver con un juego de baraja, sino ese popular bocado de dulce de guayaba y queso blanco servido entre galletas a manera de un sándwich.

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