En Canarias, la rica tradición gastronómica se ve amenazada por la pérdida gradual de platos emblemáticos como el rancho, el rehogado de judías, el puchero y la ropa vieja. Este declive ha sido impulsado por varios factores, entre ellos la globalización, la rápida modernización y el cambio en los hábitos alimenticios. Frente a este panorama, cocinar con nuestros abuelos no solo rescata recetas, sino también historias que nos conectan con nuestras raíces.
La globalización y las tendencias internacionales han modificado profundamente los hábitos alimenticios de las generaciones más jóvenes. Hoy en día, la preferencia por comidas rápidas y opciones modernas está desplazando los platos tradicionales que han sido la esencia de la gastronomía canaria. Esto ha generado una desconexión entre las familias y su herencia culinaria, debilitando la transmisión de recetas y técnicas ancestrales.
Además, los cocineros locales, en muchos casos, han dejado de mirar hacia su tierra, mientras proliferan restaurantes internacionales. Paralelamente, pescados como la vieja, el cherne o el bonito listado, fundamentales en nuestra dieta, se encuentran cada vez menos en las cartas de restaurantes, desplazados por opciones más globalizadas.
Historias en los fogones
La cocina canaria constituye una expresión esencial de la identidad insular, una tradición que se ha transmitido a lo largo de los siglos, preservando la memoria colectiva. Cada receta, cargada de relatos, aromas y sabores, refleja la estrecha relación entre los habitantes y su paisaje. Los platos, lejos de ser meras combinaciones de ingredientes, son auténticos testimonios de las costumbres, las estaciones y los ciclos de la naturaleza. En este sentido, los fogones no solo cumplen su función culinaria, sino que mantienen vivas las historias familiares y locales, ofreciendo al comensal una experiencia sensorial que lo transporta a épocas pasadas, sumergiéndolo en la esencia más profunda de la tierra.
Mojo hervido: La tradición familiar que sigue viva en cada cucharada
En la cocina de una casa de Lanzarote, con sus muros de piedra volcánica que aún guardan el calor de siglos de historia, María, una mujer de 84 años, prepara el mojo hervido que aprendió de su madre. El sol, cálido y brillante, se cuela por las ventanas pequeñas, llenando el espacio con una luz suave que parece detener el tiempo. Mientras pica perejil fresco, el aroma de la hierba se mezcla con el de los ajos dorándose en la sartén, evocando recuerdos que cobran vida en cada gesto.
«Mi madre siempre decía que el mojo hervido era la esencia de nuestra tierra», dice María, perdiéndose por un instante en los recuerdos de su infancia. «Cada mañana, el pescado llegaba fresco del mar, y el bonito listado era el protagonista de todas las mesas», recuerda con cariño, moviendo con destreza la cuchara de madera que agita el guiso, dándole un toque casi ceremonial.
El ritual de preparar el mojo hervido era un acontecimiento familiar. María recuerda cómo, desde pequeña, acompañaba a su madre al mercado de Arrecife para escoger el pescado del día. «Sabíamos que no todo el pescado valía para el mojo. Solo el fresco, el de esa misma mañana, tenía la textura y el sabor perfectos», comenta mientras sigue con la preparación.
Pero el verdadero secreto del mojo, tal y como su madre le enseñó, estaba en la combinación precisa de sus ingredientes. «El vinagre y el pimentón, ese era el punto crucial. Si uno se pasaba, opacaba todo el sabor del pescado», explica con voz sabia. La medida exacta, el tiempo de cocción perfecto, los ajos y cominos tostados en la sartén, todo seguía una coreografía meticulosa para lograr el equilibrio perfecto entre el ácido del vinagre, el ahumado del pimentón y la suavidad del pescado.
Mientras el guiso hierve a fuego lento, María observa a su nieta, quien, con cuaderno en mano, toma nota de cada detalle, asegurándose de que esta tradición no se pierda con el tiempo. «Este mojo nos ha unido durante generaciones», dice María con orgullo. «Es importante que sigas este paso a paso, para que nunca se olvide».
El mojo hervido es la historia de una familia que ha aprendido a conectar con la tierra y el mar, a través de los sabores que han marcado sus vidas. Con cada cucharada, se saborea la frescura del pescado, la mezcla de sus especias y el amor transmitido de madre a hija, de generación en generación. En Lanzarote, como en tantas otras islas canarias, la comida se convierte en un lazo que une el pasado y el presente, conectando a la familia, independientemente de la distancia que los separe.
Escacho de La Palma: Un sabor que une generaciones en cada bocado
En una casa rural en La Palma, en medio de la vendimia, Dolores, una mujer de 81 años, recuerda cómo su abuela preparaba el escacho, un plato tradicional que marcaba la temporada de cosecha. «Era el plato que se hacía en las romerías, el que nos unía después de un día de trabajo en el campo», dice con una sonrisa mientras observa el sol caer sobre las montañas. El aroma del pimiento verde, el ajo y la pimienta palmera se mezcla con el fresco aire de la isla mientras ella empieza a preparar los ingredientes.
«Este plato tiene historia», dice Dolores mientras pela las papas recién cocidas, recordando los días en que las cocían a fuego lento en la cocina de leña. El escacho, que en su versión moderna ha pasado de ser un plato principal a convertirse en un delicioso entrante, es una receta de sencillez absoluta pero de sabor profundo. Dolores, siguiendo la receta de su abuela, empieza a batir los pimientos, los ajos, los cominos y la pimienta palmera con aceite de oliva, vinagre y orégano, creando una mezcla aromática que inunda la cocina. «Lo esencial es que todo quede bien triturado, que la salsa impregne las papas», explica mientras su nieta, atenta, toma nota en un cuaderno.
Una vez hervida la mezcla por tres minutos, Dolores escacha las papas con un tenedor, las aplasta con cuidado y, mientras le incorpora el gofio y el queso curado de cabra rallado, se forma una pella espesa y consistente. «Este es el toque final», dice, mostrando cómo la masa toma cuerpo en sus manos, como una tradición que se renueva. A menudo, el escacho se acompaña con tunos, uvas o ciruelas, añadiendo un toque fresco y afrutado que equilibra la textura y el sabor de este plato tan emblemático de La Palma.
Con cada bocado de escacho, Dolores revive los tiempos en que su abuela le enseñaba los secretos de esta receta, y cómo, al igual que las uvas que se cosechaban en la vendimia, el plato estaba lleno de historias y recuerdos de una isla que, a través de sus tradiciones, sigue manteniendo vivas las raíces de su gente.
Sancocho canario: La receta que conecta generaciones y el sabor de la tierra
En las montañas del sur de Tenerife, Juan, de 77 años, revive con nostalgia los días en los que su familia preparaba el sancocho canario, un plato que para él significaba mucho más que una simple comida. «Recuerdo cuando mi padre pescaba el cherne, mi madre hacía el mojo, y yo pelaba las papas», dice, con una sonrisa que ilumina su rostro. El aroma del pescado cociéndose a fuego lento en el caldero, acompañado del frescor del cilantro y el mojo rojo de ajo, evocaba el verdadero espíritu de la tradición.
«Era una comida que nos unía, que nos conectaba con nuestras raíces», continúa mientras señala una vieja fotografía en la que su familia se muestra reunida bajo la sombra de un almendro. Para Juan, el sancocho no era solo un plato en la mesa, sino un rito de convivencia que consolidaba los lazos familiares y mantenía viva la herencia de generaciones pasadas.
El momento de preparación era, para Juan, un acto casi ritual. Su madre, con mano experta, hacía el mojo rojo de ajo, mientras su padre, que conocía bien los rincones más profundos del mar, pescaba el cherne, el protagonista principal de este guiso. «Cada ingrediente tenía su papel», dice, rememorando cómo todo se reunía para cocinarse lentamente en un caldero de hierro, cuyo sonido metálico al agitarse el caldo marcaba el paso del tiempo.
El sancocho, servido con las papas cocidas y el mojo, se transformaba en una celebración del sabor de la tierra y el mar, un reflejo de las montañas tinerfeñas y del vínculo que unía a la familia. «Era un plato que no faltaba en las grandes reuniones, en las festividades», recuerda con cariño.
Hoy, al igual que entonces, el sancocho sigue siendo mucho más que una receta, es la esencia de un pueblo que, a través de su comida, sigue cultivando el recuerdo de los suyos y manteniendo viva la tradición. Juan, con su mirada sabia y serena, sabe que cada cucharada del sancocho no solo llena el estómago, sino también el corazón.
Porretos de Gran Canaria: El manjar secreto de la montaña que trasciende el tiempo
Juan, un hombre de 80 años, está sentado bajo el sol ardiente de la tarde, observando con detenimiento los tunos que se secan en su campo. Su rostro arrugado refleja las décadas de trabajo en las montañas de Gran Canaria, donde la recolección de estos frutos silvestres se convirtió en una tradición que ha marcado su vida. «Mi madre siempre decía que los tunos eran el pan de los pobres. En cada casa había una malla colgada», recuerda con una sonrisa nostálgica. Hoy, bajo su cuidado, esos frutos se han transformado en porretos, una receta antigua que conserva no solo la memoria, sino también la esencia de la isla.
La preparación de los porretos es un proceso que exige paciencia y precisión. Juan toma un cepillo de palma y limpia meticulosamente cada tuno, eliminando las espinas que los cubren. «Este es un trabajo que no se puede apresurar», dice mientras pelan con cuidado los tunos, dejando la piel intacta para que el sabor delicado no se pierda. Durante los siguientes días, los frutos se secan al sol, protegidos por una malla, y son aplastados suavemente para liberar sus jugos sin romper su carne. Este proceso, que puede durar semanas, da como resultado un manjar dulce, fibroso y calórico, ideal para conservar durante los meses más duros del año.
«Cuando ya están listos, los acompañamos con almendras y queso curado de cabra», comenta Juan mientras corta un trozo de queso, mostrando cómo el contraste entre la textura terrosa del higo y el sabor salado del queso crea una combinación que es el alma de la tradición canaria. Los porretos, que suelen servirse como entrante, también pueden ser un tentempié energético o incluso un postre, dependiendo de la ocasión. Juan explica que la clave para disfrutar de los tunos es «amarlos con la boca», separando con paciencia la carne dulce de las semillas, un ritual que tiene tanto de experiencia sensorial como de acto de memoria.
Hoy en día, los porretos no solo son una receta ancestral, sino un símbolo de la vida en el campo canario. A través de este plato, las generaciones pasadas siguen vivas, y la tierra, con su sol y su viento, sigue nutriendo y preservando las costumbres de la isla. «Este manjar no es solo comida, es la historia de nuestra gente», dice Juan, recordando cómo, al igual que el tuno secado al sol, las tradiciones se mantienen vivas con el paso del tiempo.
El potaje de chícharos de La Gomera: La receta que guarda el alma de la isla
En el corazón de La Gomera, Elena, de 85 años, guarda con cariño una vieja olla de hierro, la misma que su abuelo usaba para preparar el potaje de chícharos que tanto la marcó en su niñez. «El potaje de chícharos era el plato que nos reunía en las noches frías», recuerda con una sonrisa nostálgica, mientras su rostro se ilumina al evocar esos momentos familiares. En la isla, los chícharos, que se cultivan en los huertos de la familia, son el alma de este guiso, que en su caso ha sido transmitido por generaciones.
El proceso de preparación comenzaba con el remojo de los chícharos, que se dejaban hidratar durante 36 horas para garantizar que quedaran suaves y sabrosos. Elena recuerda cómo su abuelo troceaba las verduras frescas con destreza: cebolla, pimiento, ajo, y el toque aromático del laurel. «Siempre ponía todo a cocinar a fuego lento, para que los sabores se fusionaran bien», dice Elena, mientras revuelve con cuidado el guiso. A las verduras, se les unía una pieza de carne de cochino ahumada, que aportaba una profundidad de sabor única. La combinación de cominos, cilantro, pimentón y un poco de azafrán en el majado elevaba aún más el sabor del potaje, transformándolo en un caldo espeso y aromático.
«El secreto está en el tiempo», explica Elena, que mientras remueve la olla, reviviendo aquellos días de infancia, ve cómo los recuerdos cobran vida en cada burbujeo del guiso. A lo largo de la isla, este potaje ha sido tradicionalmente una comida de cuchara que unía a las familias en las noches más frías, transformándose en un ritual compartido que trascendía la simple comida. Para Elena, este potaje es un símbolo de la unión familiar y de la tierra que le dio vida. Con cada cucharada, siente que está transmitiendo la historia de su abuelo y de las generaciones que vinieron antes que ella, quienes convirtieron este potaje en una herencia que sigue viva en su mesa.
El sabor de la herencia
Cocinar junto a las generaciones mayores es, ante todo, un ejercicio de inmersión en las historias que dan vida a cada receta. No se trata solo de aprender a preparar un plato; es un acto de conexión con el pasado, donde los aromas, los sabores y los gestos cotidianos se convierten en portadores de relatos que atraviesan el tiempo. Cada ingrediente, cada técnica, es un eco de una tradición que nos habla desde los fogones, un testimonio tangible de una forma de vida que, a través de la cocina, nos sigue formando.
Las recetas no son simples instrucciones; son puentes entre generaciones, hilos invisibles que unen el presente con el pasado, que nos acercan a quienes nos precedieron, a sus historias, sus luchas y sus formas de entender el mundo. En cada gesto de preparación, en cada paso seguido con precisión, se preserva un conocimiento que va más allá de la técnica: es la memoria de una cultura, la conexión con la tierra y el mar, la esencia de una identidad que se forja, a fuego lento, en cada guiso.
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