Los filólogos que han estudiado el término Taganana sostienen la hipótesis de su raíz bereber, desde Wölfel y Rodríguez-Dincourt hasta Reyes García, quien propone para tagânan el significado ‘de las pendientes’, en referencia a una geografía abrupta, fuertemente inclinada y plagada de riscos.
Entre los cronistas, Fray Alonso de Espinosa lo describe como “un pueblo fundado sobre los peñascos de Anaga, de gente que tira por el arado y azada», mientras Antonio de Viana subraya en su mítico Poema que fue “el último lugar que habrá de fundarse en la isla” una vez acabada la conquista y, por su parte, Quesada Chaves fabula con el nombre de Taganana que atribuye a “la hija del mencey de Anaga”.
En 1496 se daba por finalizada la campaña militar de Tenerife, procediéndose entonces al repartimiento de tierras, y aunque se fija el año de 1501 como fecha de la fundación de Taganana, el lugar estuvo habitado ya desde 1497 por un primer contingente de dieciséis colonos llegados de Lanzarote y Fuerteventura, más un grupo de guanches libres, y antes que éstos por los aborígenes acogidos al Menceyato de Anaga, como así demuestran los numerosos hallazgos arqueológicos encontrados.
A propósito corría una leyenda, un relato sin rigor histórico sobre el origen de los primeros pobladores, que se decía fueron náufragos de un barco italiano y hasta el mismo naturalista Alexander von Humboldt llegó a afirmar en el libro de su viaje a Canarias que el valle de Taganana fue habitado por “descendientes de los normandos».
Más allá de ensoñaciones, está documentado por las datas que los terrenos de Anaga se otorgaron principalmente a la Iglesia, a conquistadores y financiadores de la Corona de Castilla, propietarios absentistas que fijaron su residencia en La Laguna y arrendaron la explotación de sus tierras a campesinos locales mediante el sistema feudal de la medianería, una práctica que se prolongó desde el Antiguo Régimen hasta tiempos recientes.
El primer cultivo que se implantó fue la caña de azúcar, hegemónico en aquella época, de modo que los ingenios azucareros atrajeron a experimentados técnicos portugueses, una presencia que dejó huella en la toponimia -como refleja el barrio llamado Portugal, donde residían estos trabajadores-, los apellidos de origen luso y en numerosas voces prestadas del portugués.
La viña se introdujo en Anaga desde el siglo XVI junto con la caña de azúcar y ya en los primeros repartimientos se estableció como obligación sembrar viñedos, además de crearse un mercado interior en el primer tercio de este siglo protegido por las ordenanzas concejiles.
Así, tras el declive del comercio de la caña, el vino cobraría desde el siglo XVII una relevancia capital como producto central de exportación, si bien en la década de los setenta comenzaría la pérdida de los mercados coloniales de Portugal e Inglaterra, revés al que se sumó la limitación de exportar a las Indias, como señala Javier Luis Álvarez Santos, profesor de Historia Moderna en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria.
Con la entrada del siglo XVIII, la erupción que sepultó el puerto de Garachico acrecentó la crisis, mientras la competencia portuguesa continuaba amenazando la comercialización del Canary. Sin embargo, dos hechos vendrían a desahogar tanta fatalidad: la proclamación del libre comercio con las Indias y la apertura a la expansión vitícola del nuevo mercado de las independizadas colonias americanas, subraya el profesor Álvarez Santos.
Con todo, las guerras, las plagas y el fraude terminaron por quebrar el ya tocado renglón exportador de los vinos canarios.
El Archipiélago viviría en el siglo XX una constante colonización del mercado interior a partir de la introducción de las remesas de vinos peninsulares, más comerciales que la débil y denostada marca canaria, si bien “la situación dio un giro importante en la última década del siglo cuando tiene lugar la creación de diferentes denominaciones de origen que van a transformar el panorama vitivinícola de Canarias”, sostiene este historiador, permitiendo así a los vinos isleños posicionarse y competir en el mercado interior y también en el foráneo.
El macizo de Anaga y sus bodegas
Como refiere Ruymán Izquierdo en el diario digital Planetacanario.com, desde antiguo las bodegas se diseminaron por casi todo el macizo, la mayoría localizadas en zonas costeras y próximas a muelles naturales al objeto de embarcar el vino con rumbo al puerto de Santa Cruz para su posterior viaje hacia los mercados internacionales.
El catedrático Alberto Galván Tudela describe en el trabajo titulado Taganana. Un estudio Antropológico social cómo “toda la costa de Taganana estaba repleta de bodegas”. Y las enumera: “En Tachero (30 bodegas en ruinas), Roque de las Bodegas (15 en ruinas), Las Palmas de Anaga (12), Las Breñas (10), Ánimas (5), Valleseco de Anaga (5), Tamadiste (1), Fajanas de Taborno (3). En total unas 82 bodegas en la jurisdicción de Anaga”.
Los lagares de piedra, valor etnográfico
En este paisaje, los viejos lagares de piedra o tosca representan un patrimonio etnográfico único que dibuja un tiempo dominado por la actividad vinícola. De influencia portuguesa, en ellos se prensaba la uva para recolectar el mosto y llevarlo a las bodegas en la costa.
Estos lagares se ubicaban junto a los viñedos para así evitar los penosos traslados de uva en la época de vendimia. A propósito, Ruymán Izquierdo comenta: “Entre acarrear pesadas cestas de uva a las bodegas de la costa por serpenteantes senderos que sortean fuertes desniveles de terreno y cruzan barrancos, o hacer el recorrido en menos viajes cargando sólo el mosto en foles (zurrones de piel de cabra, en Madeira con piel de cochino), el agricultor escogió, obviamente, lo segundo”. Era imprescindible tener un lagar junto a la viña y así fue como Anaga se plagó de estas singulares construcciones en piedra.
La revista Pellagofio (4 de junio de 2015) recoge el testimonio de un tagananero, Juan Romero, quien sitúa el origen de estos lagares en torno al año 1600, según el documento más antiguo al que ha tenido acceso, y fechando su final en la década de los 60 del siglo XX. “La mayoría se localizaban en Taganana y se encuentran en estado de abandono o desuso, como buena parte del viñedo, que hoy forma parte de la vegetación silvestre del monte y trepa como enredadera entre la laurisilva”.
Éxodo y abandono
A lo largo del siglo XIX y principios del XX, los emigrantes retornados con buenos dineros desde Cuba y Venezuela fueron adquiriendo las propiedades del clero y las antiguas familias nobles, pero manteniendo de forma mimética aquel sistema feudal de explotación a medias.
Con el tiempo, las transmisiones de estas fincas rústicas por cuestiones de herencia provocaron la fragmentación de las tierras que trajo como consecuencia un bajo dinamismo y una nula modernización del sector agrícola y ganadero.
El profesor Galván Tudela pone de relieve cómo los propietarios recelaban de la aptitud de los jornaleros para las labores en el viñedo: “(…) no les gustaba dar de medias un sector de la producción en el que se exigía mucha dedicación, cierta especialización”. Y en este sentido considera que el vino “además de ser el producto tradicional, de prestigio, era el sector del mercado, del trabajo asalariado y, por tanto, de la acumulación de capital líquido”.
La razón era que “el arrendatario no cuida bien las tierras”, afirmaba el campesino propietario, de manera que él mismo atendía la platanera y también el viñedo con la ayuda de peones contratados.
Fue el cambio de paradigma económico, con el paso de un sistema productivo básicamente agropecuario hacia un modelo centrado en los servicios, uno de los factores que generó desde mediados del siglo XX un continuo éxodo humano.
En el caso del macizo de Anaga para muchas personas significó cambiar la servidumbre de la tierra por la percepción de un salario digno, de auténticos proletarios, en las incipientes infraestructuras portuarias y otras actividades en el área metropolitana. Así, sin manos que las atendieran, las tierras de labor se fueron abandonando, improductivas, y las viñas se convirtieron en plantas asilvestradas.
La curiosidad y el descubrimiento
Santiago Yanes, un abogado apasionado por la historia, fue la persona que despertó en el Grupo Envínate -formado por cuatro enólogos, entre ellos el tinerfeño Roberto Santana– la curiosidad por conocer los lagares de tosca de Anaga. Con ocasión de una visita a Taganana, estos vinófilos también cayeron en la cuenta de la existencia de unos viñedos que se encontraban en evidente proceso de abandono, inscritos en un paisaje dominado por tierras baldías que convivían con parcelas propiedad de agricultores de fin de semana, gentes asalariadas, funcionarias, que trabajan y atienden su pedacito de terreno en las jornadas libres.
Fue allá por el año 2012 cuando Envínate inició su singular proyecto en Taganana, un lugar que Roberto Santana define como un Parque Jurásico del viñedo. “Es la única zona que mantiene mezcladas las viñas blancas y tintas, como antiguamente, en microparcelas donde coexisten infinidad de variedades de las que algunas ni sabemos cuáles son”, y donde se conservan plantas de hasta 300 años de las que estos enólogos se sirven para obtener otras nuevas.
Los vinos de parcela: la identidad
El principio irrenunciable de Envínate está marcado por “hacer vinos lo más honestos posibles, que transmitan personalidad y que al beberlos nos lleven a la zona de la que proceden”, subraya Santana. Es lo que por definición se conoce como un vino de parcela, producido a partir de uvas cultivadas en una zona específica de un viñedo. El objetivo es resaltar las características distintivas de una ubicación específica, capturando la singularidad del terroir (suelo, clima) y su interacción con el viñedo y la variedad de uva.
Estos vinos de parcela representan la tendencia actual y la respuesta ante un consumidor cada vez más exigente que huye de un mundo del vino cada vez más globalizado e industrializado por el mero fin comercial de las grandes bodegas.
A propósito, Roberto Santana explica que “no buscamos un vino comercial”, aunque el Táganan Margalagua haya repetido la máxima calificación de 100 puntos que concede la prestigiosa revista Wine Advicate, la conocida como Guía Parker. A juicio de este enólogo tinerfeño “las modas pasan y nosotros nos basamos en filosofías de vinos que nos gustan, como se hace en Borgoña o Italia, donde han trabajado el mismo estilo durante generaciones y ahí están”: un vino de village que representa a ese pueblo y a toda Anaga.
Una filosofía en una botella
Porque lo importante y fundamental no es el vino por sí solo, sino la manera de hacerlo, de concebirlo, toda esa filosofía conceptual que desemboca finalmente en la botella. Desde un sistema de cultivo donde la viña es rasera, se deja en el suelo para controlar el vigor y cuando la uva empieza a cuajar se levanta la vid con horquetas para airearla; con una poda libre y una vendimia heroica, sacando la uva a lomos de caballos o mulas por la inexistencia de carreteras. Además, estos vinos manifiestan un toque salino mucho más marcado que en otras zonas de la isla que también tienen esa influencia atlántica, uno de los atributos por el que son tan reconocidos.
Taganana, con suelos de limo y arcilla óptimos para el cultivo de variedades tintas, atesora un sinfín de variedades, también blancas, que se cultivaban de antiguo y que aún es posible encontrar como listán negro, malvasía, vijariego, mulata, gual, forastera, moscatel, tintilla, marmajuelo, listán gacho, negramoll, forastera gomera, marmajuelo, albillo criollo, gual, vidueño o malvasía rosada.
Estas condiciones convierten a Canarias y más concretamente al macizo de Anaga en patrimonio vitivinícola mundial de vinos únicos y diferentes: tesoros líquidos.
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