Decía el genial Josep Plá: “No he llegado jamás a comprender por qué lo nuevo, por el mero hecho de serlo, ha de ser sistemáticamente adorable». Y es que en estos tiempos donde lo que pone es esa indeterminada cocina de confusión, tantas oportunistas propuestas tipo japo, la interminable profusión de pizzerías y hamburgueserías franquiciadas bajo la ilusoria promoción de carnes estilo premium y redondas ofertas, más los ya sempiternos chinos de factura occidentalizada, el simple hecho de pronunciar la voz mesón provoca en ciertas personas un retrogusto a viejuno, adjetivo asociado a lugar pasado de moda y obviamente desclasado.

El Mesón Castellano
El Mesón Castellano

Para esas tribus de foodies, instagramers, tiktokers, influencers, gurús y ese sinfín de portavoces de extravagancias y fugaces tendencias, la cocina contemporánea se visualiza como una sucesión de imágenes por segundo, falaces suspiros de admiración y postureos varios, un mundo de modas cargado de frivolidad.

Ahora bien, “¿volverá la revolución de las cucharas y de la paciencia? Yo no tengo ninguna duda de la necesidad colectiva de buscar momentos de autenticidad en nuestras vidas digitales y veloces”, reflexiona Benjamín Lana, director de Madrid Fusión y San Sebastián Gastronomika.

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Y es que bajo esa frenética invasión de cocinas de mil y una procedencias, inmersos en esta globalización que si bien es en sí misma heterodoxa riqueza también representa una amenaza para la realidad culinaria, se hace preciso defender la gastronomía de raíz, al menos por su valor de patrimonio cultural.

Por eso, que aún subsistan esos locales que mantienen viva la llama de la cocina tradicional, de guisos cocinados a fuego lento, calderos bien provistos y sabrosos fondos, y que tratan el producto respetando su esencia natural habrá que considerarlo todo un ejercicio de elogiable resistencia, de abnegado rescate de lo clásico.

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Un capítulo sobresaliente de este compromiso, que encierra mucho de esfuerzo humano y desempeño profesional, tiene como singular protagonista al Mesón Castellano de Santa Cruz de Tenerife, de un tiempo a esta parte regentado por Yurena, fiel heredera del gustoso legado de su padre, Roberto Santana, el eterno Rober -tristemente fallecido el pasado mes de diciembre-, del que su hija aprendió “la pasión por el trabajo bien hecho”, que como buen maestro la aconsejó sobre el manejo de “las distintas situaciones que se presentan a diario en este oficio” y de quien recuerda su condición de hombre callado y observador, y esa enorme virtud de “ser muy buena persona y querido por su clientela”, confiesa.

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Durante nada menos que 50 años, Rober fue aquella figura insustituible y referente de este local capitalino, siempre recibiendo a la gente en la planta alta, pendiente a cada detalle y con una sincera sonrisa que disimulaba bajo su poblado bigote.

Estas habilidades, ese olfato, no eran producto de la casualidad sino consecuencia de una sólida formación y es que allá por la segunda mitad del pasado siglo, en ausencia de escuelas de cocina, el afamado y elegante restaurante La Riviera, ubicado en la Rambla santacrucera, se convirtió en la verdadera universidad gastronómica.

En este local titulaban por su trabajo tanto cocineros y maitres como camareros y aprendices, quienes se diplomaban en el oficio de guisar, emplatar, atender, servir… Ahí se graduó Roberto, quien en 1974, con la Dictadura dando ya sus últimos estertores, se lanzó a encender los fogones de su proyecto personal, de su particular sueño.

Hoy, medio siglo después, se puede asegurar que, como aquel primer día, el Mesón Castellano sigue reivindicando los valores de un estilo irrenunciable que se advierte nada más traspasar el umbral, en la misma barra, el asiento del aperitivo, y donde la caña –fresca y bien tirada- o bien una copa de buen vino se acompañan con un jamón ibérico de bellota de  la DO Guijuelo, un bocado único que se completa con otros embutidos de la misma familia (lomo, salchichón o chorizo), más el queso manchego de primera, esos pimientos de Padrón fritos con su aceite y una pizca de sal, todo un ejercicio de adivinanza entre suaves y picantes, o las siempre chisporroteantes gambas al ajillo.

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Entre picoteo y picoteo, mientras los clientes van de una conversación a otra, la Guía Repsol les ha concedido un Solete, galardón que justifican así: “Situado cerca de la céntrica Plaza Weyler es uno de los tradicionales y longevos de Santa Cruz. Es un icono donde, como su nombre indica, se puede disfrutar de buena cocina española”.

Ya escaleras abajo se abre a la vista un comedor sobrio pero elegante, vestido de madera y bien distribuido, donde en mesas cubiertas con mantel y servilletas de lino se acomodan los cubiertos y las copas, perfectamente alineados.

Allí aguardan las propuestas de cuchara: sopas, lentejas estofadas, judías con chorizo y morcilla; un abanico de ensaladas -sobresaliente la de gulas con salmón y aguacate– y diferentes tipos de revueltos. Los pescados tienen su lugar, destacando la merluza y el bacalao en distintas elaboraciones (a la bilbaína, en salsa verde, al horno), además de los siempre populares calamares a la romana y los chipirones, en su tinta o con cilantro.

Pero el acento y las mayúsculas las llevan puestas las sabrosas carnes: entrecotte, codillo, chuletas y chuletilllas, solomillos, churrasco, rabo de buey, cordero, paletillla, de cortes adecuados a sus características, jugosidad, óptimo balance de carne y grasa, precisos puntos de cocción, texturas tiernas

El capítulo dulce lo encabeza otro clásico, la crema catalana, crema pastelera cubierta con una capa de azúcar caramelizado en la superficie que le da ese contraste crujiente que tanto gusta. También se ofrecen los míticos huevos moles, Moises de chocolate o la refrescante papaya con naranja.

La calidad de la bodega está plenamente asegurada. Roberto Santana hijo, bodeguero integrante del Grupo Envínate y un enólogo de nariz privilegiada, se ha encargado de diseñar una equilibrada carta que cubre un amplio arco en cuanto a tipos, referencias y precios.

Sin duda, el Mesón Castellano es de esos lugares que atesora sabores con alma. Ya desde los tiempos de la naciente democracia, años antes de que España se asomara a Europa, su chuletón de ternera de Ávila ha representado todo un símbolo de clase, un corte de distinción, elaborado a la parrilla y con una pizca de sal gruesa, más su guarnición y el plus del ambiente y el servicio, una carne que ahora se ha visto desplazada por los nuevos gustos del Angus o el Wagyu japonés.

También se remonta en el tiempo el sencillo deleite de esa singular mayonesa de alioli, de factura casera, imprescindible para untar en pan y como parte de una gran variedad de platos, ya sean ensaladas de verano o complemento de algunas carnes.

La denostada casquería tiene en los callos a la madrileña uno de los valores de este restaurante, un plato de estilo tabernario que está presente en la carta desde los inicios, aunque no todos los estómagos lo aceptan; bien cocinado, con ese sabor intenso, ligeramente picante y servido bien caliente se eleva a la categoría de manjar.

Con todo, y como sentenciaba el gran crítico gastronómico Cristino Alvárez, el recordado Caius Apicius: «Al final, habrá que recordar esa obviedad casi perogrullesca de que lo que interesa no es la cocina nueva ni la vieja, sino… la buena cocina«.

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